Una mirada a la festividad popular, a la tradición, al patrimonio cultural que alimenta lo largo y ancho del país, a través de la mirada del destacado antropólogo chileno Claudio Mercado, como parte del prefacio del libro de PLANETA SOSTENIBLE “Chile, imágenes a lo humano y lo divino”.
La gente, los pasos, los gritos, los amigos, los juegos, el alcohol, la risa, el sonido, los colores, el movimiento. La tierra y el cielo, lo humano y lo divino, la tristeza y la alegría, lo comunitario y lo individual, la tradición y lo moderno.
La fiesta y la gente.
La fiesta en su explosión de sentidos, en su sentido y en su no sentido.
El frío, el viento, la lluvia o el calor sofocante sobre las cabezas, entrando a los cuerpos sudados, exigidos, soplando instrumentos o danzando sin parar durante horas. Trajes rituales, flautas, tambores, cantos, banderas, banderitas, guirnaldas, gorros, sombreros, caballos, espuelas, huasos, trombones, laquitas, trompetas, tubas, polvo y gargantas secas, polvo y alcohol, polvo y Dios girando sobre todos, polvo y los santos, polvo y los hombres danzando para Dios.
Subir al cerro, tocar la imagen, mirar la imagen, llevarla en andas, hacer las mandas, arrastrarse, creer, renegar, volver a creer, pedir, implorar, agradecer, estar en la fiesta, ser la fiesta.
Olvidar el cuerpo y despertar el cuerpo, ir al límite y pasar, tocar y danzar, chinear durante horas, dar el salto o quedarse, buscar, entregarse al cuerpo, salirse del cuerpo, hiperventilarlo, danzar una y otra vez con los mismos movimientos, soplar la flauta, soplar la flauta, soplar la flauta.
Una y otra vez el ritual repetido desde hace cientos de años.
El mundo girando aquí y allá. Hacer una brecha en el cotidiano y por ahí colarse y vivir uno, dos, tres, cuatro días y sus noches en un mundo distinto, con códigos propios, con la piel de gallina y el corazón desbordante. Alcohol y abstinencia, desenfreno y recato, lujuria y misticismo, todo unido, entrelazado en los muslos que suben y bajan y sudan, en las falditas de las bailarinas, en la fuerza de las piernas, en el soplar de los pulmones, en las voces de los cantores.
Encuentro, unión, expansión.
Cambiar el sonido del lugar una vez al año, romper el delicado equilibrio del sonido de los pueblos rurales. Los pájaros, el viento, los árboles, las aguas, el infaltable motor de alguna sierra o de algún tractor. Romper el delicado sonido del desierto, quebrar con una estridencia magnífica, desquiciante, hermosa, la delicada trama sonora de los pueblos.
Preparar durante meses el cuerpo y el espíritu para aquel día, ensayar, hacer los trajes, reparar los gorros, conseguir dinero, organizar bingos, comidas. Conversar, aprender, enseñar, transmitir el conocimiento adquirido durante años, traspasado durante años de fiestas.
Pasado y presente y futuro.
Inventar nuevos bailes, nuevos movimientos, nuevos trajes, nuevas músicas, tomar la música actual y llevarla a los bailes. Mantener e innovar, tradición y cambio siempre unidos, haciendo girar el mundo. Poner luces a las máscaras tradicionales, mantener las máscaras de madera, cambiar las plumas por guirnaldas, los paletós por poleras de fútbol, mantener la danza, los antiguos instrumentos.
Permanencia y cambio, el mundo girando y los humanos en él.
Éste es el baile más antiguo del lugar, dice con orgullo un chino del baile de Andacollo.
Y éste es el más moderno, le responde también con orgullo un gitano o un diablo.
Todo confluye, el pasado y el presente, lo antiguo y lo moderno unidos en la preparación de la fiesta y en la fiesta. Volver a ensayar, una vez más, y otra, y otra, y conseguir camiones, micros.
Volver a ensayar, preparar las comidas, sentir el cosquilleo de los días pasando y el momento acercándose. Aprontar el espíritu y el cuerpo para el coqueteo con el todo.
Llegar el día y viajar, ir al encuentro del lugar sagrado, transformar en sagrado un lugar normalmente cotidiano.
Llenar el aire de sonidos, de gritos, de conversaciones, instrumentos, parlantes, vendedores, compradores, galopes de caballos, radios, discos, misas, más parlantes, más instrumentos, más griteríos y alabanzas. Romper el día, hacer un agujero en las capas del aire y poner en él todas las melodías del mundo, todas las armonías, las disonancias, los acordes, los graznidos de los gansos, los cantares de las gaviotas, los rugidos de las olas, de los vientos altiplánicos.
La fiesta aquí y allá, en bosques y praderas, en pueblos y ciudades, en desiertos y caletas, la fiesta aquí y allá con diferentes formas, con diferentes danzas, coreografías y músicas, con diferentes imágenes o sin ellas. La fiesta en cualquier lugar y en distintos tiempos siendo fiesta, produciendo el quiebre, el alejamiento de la estructura que nos aplasta y nos comprime en el día a día.
La fiesta siendo el grito y la memoria del pueblo, la fiesta siendo la alegría y la devoción del pueblo, la fiesta siendo la acción que recuerda que vivimos en la tierra y que estamos conectados todos con todos, todos con el todo, y que siendo parte de este todo lo celebramos y reafirmamos nuestra pertenencia.
La fiesta íntima de una rueda de canto a lo divino en una casa a la que asisten diez personas, la fiesta recogida de un villorio celebrada sólo por sus habitantes, y la gran fiesta en la que 40.000 personas de distintos lugares hacen el quiebre con lo cotidiano.
Entre ambos extremos, todas las fiestas existen.
Sólo en la isla de Chiloé se celebran más de 300 al año. Cada pueblo chileno celebra al menos una fiesta al año.
Grande o pequeña, la fiesta es la fiesta, el lugar de encuentro y regocijo, el lugar humano y el lugar divino, juntos, en la tierra.