“Las personas somos sujetos determinados por la historia y por las memorias que nos hacen sujetos sociales capaces de significar y de decir, de situarnos frente al mundo y en el mundo, necesariamente portadores de una ideología”. Columna de la Dra. Elba Soto, postdoctora en Lingüística (Universidade Estadual de Campinas/UNICAMP, Brasil) con foco en Análisis de Discurso, Doctora en Educación (UNICAMP) y Magister en Desarrollo Rural (Universidade Federal de Santa Maria, Brasil).
Existen muchas maneras para definir o describir lo que entendemos por mito. Los significados más recurrentes vinculan al mito con historias fantásticas donde se relatan hechos espectaculares que tienen significados simbólicos, relacionados a las cualidades y/o a la trayectoria de las personas. Podríamos decir que el mito nos permite, por ejemplo, alterar las características verdaderas de alguna cosa o imaginar cualidades imposibles para los seres humanos.
Con ese foco, podríamos también decir que las sociedades occidentales durante milenios se han cargado de significados en torno al “mito socio-histórico” que nos enseña a regir nuestras vidas particulares y sociales validando y reproduciendo la historia oficial, que sería la única capaz de sustentar nuestras memorias de ciudadanos y las de nuestra república. En consecuencia, de una forma que nos parece natural, esa única comprensión de la vida inherente a esa única versión de la historia aparece dominando nuestra capacidad de percibir y decidir en la mayor parte de nuestros comportamientos, que determinados por la historia se tornan repetitivos, especialmente en cuestiones relativas a leyes y derechos ciudadanos, pero también en muchos otros aspectos de nuestras vidas.
Contradictoriamente, visibilizamos una y otra vez una constatación que para muchas y muchos parece obvia: no existe una versión de la historia sino que al contrario, las historias que nos interpelan desde épocas pretéritas son múltiples. En ocasiones re-sonando como ecos de antiguos gritos sofocados. Efectivamente, existen muchas versiones de la historia o múltiples interpretaciones de la historia. Es decir, hay muchas historias que explican nuestro pasado y nuestro presente, algunas semejantes, otras distintas o disímiles, hasta aquellas que son definitivamente contradictorias. Pero acontece que en nuestras sociedades será la historia oficial, la institucionalizada, la que moldeará nuestros cerebros, pues es ella la que circula en prácticamente todos los espacios en que se desenvuelven nuestras vidas. Dicho de manera figurativa, a través de la enseñanza de la historia oficial, la memoria institucionalizada formateará nuestros cerebros, constituyéndose así en la “base de datos” de lo que nosotros creemos que aceptamos o no, de manera libre y espontánea.
Una ilusión, pues como ya enunciamos, desde que nacemos e inclusive antes somos invadidos o colonizados por la información que circula en nuestro entorno, sobre lo que es bueno o malo, bonito o feo, permitido o no permitido, legal o ilegal, etc. Luego, a través de instituciones fundamentales que nos educan como son la familia y la escuela, vamos recibiendo todo lo que se nos enseña bajo el rótulo: conocimiento y valores. Información que “significa” y que se transforma en nuestra “base ideológica”, cada vez que tenemos que tomar una decisión, escoger una amiga o amigo, buscar trabajo, votar por un candidato, visitar un lugar o no, ir a la iglesia o no, etc. Así, cada vez que hacemos un gesto, realizamos algo o conversamos, en gran medida estamos repitiendo siempre lo mismo de manera inconsciente. También muchas veces de manera inconsciente, rechazamos aquello que no conocemos solo porque pensamos que contradice lo que en nuestra sociedad se presenta como incuestionable. En otras palabras, no somos sujetos libres como se nos dice una y otra vez, que hacen lo que quieren o dicen lo que quieren y son responsables por sus actos individuales. Al contrario, somos sujetos centrados que están sujetos o amarrados a la forma de “significar la vida” de redes sociales complejas e inextricables. Pues nacimos sujetos a un tiempo determinado, a una historia, a un país con sus derechos y deberes, a un contexto social, a una religión o no, a una geografía, a una lengua que nos permite decir o no ciertas cosas porque cuenta o no con determinadas palabras, etc. No obstante, insisto, se nos educa desde la ilusión de que como sujetos somos libres y contradictoriamente se nos instruye para ser repetidores y mantener las cosas ojalá siempre igual. Lo que sabemos, tampoco es así ad eternum, pues inevitablemente ocurren cambios.
En fin, las personas somos sujetos determinados por la historia y por las memorias que nos hacen sujetos sociales capaces de significar y de decir, de situarnos frente al mundo y en el mundo, necesariamente portadores de una ideología. Dicho de otra forma, somos seres ideológicos porque damos significado a lo que nos rodea, aunque muchas veces lo hagamos de forma inconsciente o seamos simplemente repetidores de ideologías hegemónicas que se imponen. Ideologías que fundamentalmente están relacionadas a los significados impresos en nuestra educación familiar, escolar, ciudadana, laboral, etc., lo que queda de manifiesto en nuestros gestos, discursos verbales y acciones.
Dicho lo anterior, apuntamos que para avanzar efectivamente hacia la interculturalidad es necesario superar la falacia de que existe una historia única, capaz de sustentar el desarrollo justo, armonioso y democrático de sociedades complejas como la chilena; ya que dichas sociedades están constituidas por sujetos diversos, portadores de sus historias, que hoy reclaman el derecho a poder decir y ser escuchados, que reclaman ser sujetos de sus procesos sociales, desde su mirada, sus memorias y su ideología; pues un sujeto despojado de su historia, memoria e ideología no es sujeto y menos aun puede serlo en los procesos que hoy en día llamamos interculturales. Por ende, la interculturalidad también implica escuchar esas voces y dialogar con esos sujetos y naciones, colectivos y comunidades hasta ahora silenciados.