En esta nueva columna, la Dra. Elba Soto, postdoctora en Lingüística (Universidade Estadual de Campinas/UNICAMP, Brasil), Doctora en Educación (UNICAMP) y Magister en Desarrollo Rural (Universidade Federal de Santa Maria, Brasil), se refiere a las dificultades de nuestro país para alcanzar una verdadera interculturalidad.
Hace pocos días, en Santiago, ha muerto el bebé de una mujer inmigrante; después que un taxista obligó a sus padres a bajar de su taxi, cuando supo que la mujer estaba a punto de dar a luz a su bebé. Ha muerto cuando debía nacer. Una vida arrebatada, un sueño cortado violentamente. También en esos días, la semana anterior, otra mujer inmigrante había muerto mientras estaba detenida y en la Posta Central, acusada de abandonar a su hijo. Al parecer nadie pudo entender lo que realmente había ocurrido. Al parecer ella corría tratando de alcanzar a quien la había asaltado y la detuvieron acusándola de abandonar a su bebé. Ella no hablaba español. Las versiones de los inmigrantes y de la policía son absolutamente contradictorias. Hay dudas. Hay un hecho concreto: una mujer atravesó fronteras, viajó miles de kilómetros atrás de una quimera y murió en el “país de acogida”, como una delincuente.
Respecto a esos dos hechos, quién sabe, una actitud responsable sea intentar responder, porqué en “nuestro” país esos acontecimientos nefastos son posibles y se repiten sin cesar. No cabe duda, es urgente salir de lo que parece un callejón sin salida, que impide una convivencia multicultural justa y armoniosa, tornando imposible la tarea de alcanzar una verdadera interculturalidad. Pues la multiculturalidad solo podrá ser bien entendida cuando visibilicemos nuestros procesos históricos y sus complejidades y seamos capaces de resignificarlos y resignificar lo que somos y lo que deseamos para nosotros y para el país que habitamos. Solo así podremos dar un paso significativo a favor de los procesos interculturales.
Es un hecho que la historia que se nos cuenta cuando se nos educa es la que da sustento a lo que somos capaces de comprender, ya que no podemos tener códigos de comprensión para lo que no conocemos. Así, aquello que no nos contaron; aquello que no nos cuentan; lo desconocido; lo innombrado; lo que se esconde e invisibiliza; lo no dicho, porque no puede ser dicho; para nosotros simplemente no significa. Es decir, actuamos según lo que se coloca en nuestro “disco duro”; en consecuencia, si la forma en que se da significado a la historia que se nos enseña es racista, al actuar difícilmente no seremos repetidores de ese modelo de comprensión y será todavía más difícil desarrollar otro tipo conductas, como valorar y respetar al diferente.
Ya que nuestra forma de dar significados a “la vida” está sujeta a la historia que circula y se plasma en nuestras memorias y en nuestra experiencia, en lo que decimos y/o no decimos; en lo que hacemos y/o no hacemos. Somos hijas e hijos de la historia que experimentamos y también estamos sujetos a la forma en que se nos cuenta, cuando la historia se nos cuenta. Por ende, relevar el papel de la historia y encontrar sus significados es imprescindible, cuando intentamos comprender los hechos de nuestro presente.
Para dejar más claro lo antes expuesto, contribuye, a manera de ejemplo, mostrar la forma de significar de dos hitos de nuestra historia reciente –que una vez más creemos necesario visibilizar– relacionados al modo en que se ha buscado instalar la interculturalidad en Chile en los últimos tiempos. Ya que juntos, esos dos hechos constituyen un argumento incontestable que evidencia la falta de comprensión que existe en el país respecto a la multiculturalidad y a la interculturalidad, a nivel institucional. Una falencia esencial que impide la praxis intercultural. Esos dos hechos son la promulgación de la Ley Indígena de 1993 y el “Pacto por la Multiculturalidad”, instaurado por la presidenta Michelle Bachelet en 2008, institucionalizando el reconocimiento de la presencia multicultural en Chile.
¿Qué es lo que nos llama la atención relacionando esos dos hechos? Comencemos recordando que la Ley Indígena de 1993, promulgada en una época en que no existía un proceso de inmigración significativo y visible como lo es hoy, es una ley para los pueblos originarios y plantea la interculturalidad como un objetivo institucional, que buscaría mantener lo que resta de esas culturas “otras”; solo en aquellos lugares donde esas poblaciones sean significativas. Por tanto, ahí no existe la idea de inter-acción entre “indígenas” y “no-indígenas”. Se trata de una ley donde se concede parte de las demandas realizadas por los “pueblos originarios” presentes en Chile, relativas a sus derechos; que en la Ley aparecen como la intención de mantener sus lenguas y culturas, devolverles algunos territorios y entregarles algunos beneficios sociales. En esa perspectiva, no es sorprendente que el “Pacto por la Multiculturalidad”, que reconoce la presencia de culturas diferentes en el país, solo se haya firmado quince años después; siendo que el reconocimiento de la diversidad aquí presente debió ser el primer paso, para luego orientarnos hacia la interculturalidad.
Pero en Chile comenzamos enfocados directamente hacia la interculturalidad, después de casi doscientos años de negación de la diversidad cultural presente en el país; negación impuesta desde la constitución, donde se afirma que todos los ciudadanos chilenos son iguales y tienen los mismos derechos y deberes. Consecuentemente, hasta hace pocos años Chile mantuvo una historia nacional institucionalizada incontestable, que durante siglos negó la presencia de esos “otros”; de los que estaban aquí cuando llegaron los conquistadores, que se impusieron a través del exterminio; pero que según lo que se enseña en las escuelas, fueron los que trajeron la civilización y el progreso. Por eso la interculturalidad que propone la Ley Indígena no es tal. Ella fue elaborada desde una mirada benefactora y solo habla del rescate de naciones y pueblos negados durante siglos, degradados durante siglos; que no figuran en las memorias históricas de los chilenos y si figuran, lo hacen como residuos sin valor; cuya presencia en los tiempos actuales solo sirve para sustentar prejuicios y estereotipos. El propio “Pacto por la Multiculturalidad” donde, al fin, en Chile se reconoce la presencia de distintos, evidencia la falta de comprensión del concepto interculturalidad que existía en el momento en que se escribió la Ley Indígena mencionada.
Frente a esos hitos históricos es fácil comprender que la memoria racista que caracteriza este país está anclada en la forma en que se nos relaciona con la historia y con el presente y a la forma en que somos educados; donde, por ejemplo, el color de la piel puede ser la carta de presentación o el impedimento para alcanzar ciertas metas educacionales que nos permitirían obtener progreso y bienestar. Siendo así, cada vez es más urgente enmendar el camino, para evitar que hechos como los relatados al inicio de este artículo continúen ocurriendo como algo “normal”. Es urgente abandonar antiguas comprensiones que mantienen a millones de personas que habitan en este país en la exclusión y el sufrimiento. Es necesario resignificarnos y resignificar a los “otros”, valorar los heroicos esfuerzos de sobrevivencia que realizan, día a día, miles de seres “distintos”, silenciados e invisibilizados en su peculiaridad y concomitantemente degradados. Debemos dejar de ser repetidores inconscientes del desprecio y el maltrato. Debemos abrir los ojos y ver que ese tipo de comportamiento es calamitoso y que, al repetirlo, muchas veces de manera inconsciente, sin darnos cuenta, nos transformamos en perpetuadores de un mal desastroso. Debemos acceder a nuevas comprensiones. Necesitamos una nueva educación y medios de comunicación que cumplan su rol de manera efectiva, que se abran a la “variedad” y la comuniquen. Necesitamos que los “distintos” tomen la palabra y dejen de ser objeto de políticas públicas y de instituciones que los cosifican.
El camino hacia la interculturalidad, por aquí, está apenas comenzando, pues no se trata de tener personas distintas en el mismo espacio físico. Se trata de reconocerlas en su diversidad y buscar las formas más adecuadas para que esta sociedad conformada por “distintos” sea capaz de formar un conjunto, donde haya un buen lugar para todas y todos.