Por Emilia Larraechea Bascuñán
Al observar los cientos de imágenes iluminadas por el fuego, durante el 18 de octubre, recuerdo escribir conmocionada: “Chile se encuentra hirviendo, hierve rápido y frenético, cual pócima ardiente, dentro de una hoguera raída”.Creo que fue simplemente una forma más rudimentaria y adornada de decir que está al fin estallando la olla a presión, pero qué es realmente lo que está explotando, qué es lo que está cayendo a piso con tal estruendo.
Con el paso de los días, vuelvo a la imagen de la hoguera y no para de resonarme un concepto tan manoseado, pero que una y otra vez parece hacerme sentido: “el modelo neoliberal”. Tal concepto se le suele asociar a diversos e incluso opuestos fenómenos y manifestaciones, por lo que en esta ocasión lo delimitaré al modelo económico y político impuesto por la más reciente dictadura militar (y profundizado por los gobiernos posteriores). Respecto al aspecto económico, este modelo se caracteriza por una radical liberalización de la economía, lo cual contempla un abrupto descenso del gasto público y la intervención estatal en materias sociales, tales como salud, vivienda, transporte, educación, entre otras. El padre de este modelo (por lo menos en Chile, mediante los Chicago Boys), Milton Friedman, consideraba que el mercado poseía atributos “milagrosos”[1] e infinitamente más eficaces que el Estado para poder regularse. Debido a esto, el rol estatal ahora debe convertirse en establecer las condiciones para que los mercados funcionen, logrando así su principal acometido: el crecimiento económico, el cual supuestamente asegurará una mejor calidad de vida para la población en general.
Respecto al ámbito político, es infaltable mencionar la Constitución de 1980 ideada por el otro padre del modelo, Jaime Guzmán. Este se posiciona desde una doctrina proveniente de Huntington, quien asevera que la participación política menoscaba las instituciones y genera violencia e inestabilidad. Guzmán, al analizar el supuesto quiebre de la institucionalidad durante los 70’, dice que la estabilidad de principios del siglo, se explica “porque solo votaban quienes de hecho se sentían solidarios con un sistema a cuyos beneficios tenían real acceso”. Lo que generó la inestabilidad, por consiguiente, fue: “El progresivo aumento del cuerpo electoral, (…) incorporó a la decisión política a grandes masas que ninguna ligazón sentían en cambio hacia un régimen que veían como ajeno e injusto”. Es por esto que se propuso la creación de un sistema político que limitara lo más posible la participación ciudadana y el poder del sufragio. Al respecto afirma: “una democracia solo puede ser estable cuando en las elecciones populares (…) no se juegue lo esencial de la forma de vida de un pueblo”.[3] Para lograr esto, creó la Constitución del 80’ que mediante distintos mecanismos exige una política de acuerdos, imposibilitando transformaciones estructurales y creando así un escenario que desalentara a la población a la hora de participar.
Recapitulando, creo que la idea de que la reducción de la participación política conlleva a una mayor paz social, en conjunto con la propuesta por Friedman sobre el crecimiento económico como garante de una mejor calidad de vida para la población, parecen ser el barro y agua de la hoguera a la que anteriormente me refería. Ambos mantras quedaron impregnados en el escenario social y político de toda la época postdictatorial, siendo religiosamente aceptados por los gobiernos que subsiguieron. Y son justamente estos postulados los que se están agrietando estrepitosamente, gracias a la cada vez más enfurecida y encendida pócima, que golpea y golpea y se niega a aceptarlos como una verdad.
En segundo lugar, respecto al aspecto político cabe recalcar que la baja participación no solo se evidencia en la abrumante abstención ante el voto. Sino que también en el paradigma imperante en las políticas y reformas de gobierno que rigen en la actualidad. Estas suelen hacerse por comisiones de expertos, quienes muchas veces no tienen relación alguna con las personas y escenarios a los que sus políticas aplican. Un ejemplo de esto es la falta de profesores en los ministerios de educación, o la criticada reforma de transportes, entre otras.
Lo interesante está en que con todo este estallido, hemos logrado evidenciar que era insostenible la paz social a costa de la gente y de una real democracia. Lo que Guzmán no previó fue que cada nueva elección electoral y reforma a espaldas de las personas se transformó en la acumulación de más y más rabia. Cada nueva desilusión, cada nueva corrupción, seguida por un quejido sordo fue fogoso material para avivar a esta fogosa pócima, que parecía ya haber llegado a su punto de ebullición. Hasta que el 18 de octubre la explosión, el famoso estallido social. Todas las grietas de este modelo, con postulados añejos e injustos finalmente cedieron, explotando al fin a la cruel hoguera. Y así la pócima, candente y fogosa se esparció inundando calles y plazas, fluyendo toda unida para arrasar lo que por décadas, nos mantuvo contenidos.
Fuentes:
[1]Entrevista en documental, “Chicago Boys”. Fuentes y Valdeavellano, 2015.
[2] https://www.cooperativa.cl/noticias/pais/ricardo-lagos-escobar/ricardo-lagos-la-tarea-numero-uno-de-chile-es-crecer-todo-lo-demas-es/2017-08-03/160251.html
[3] Recopiladas del artículo: https://ciperchile.cl/2019/11/13/como-la-despolitizacion-y-marginacion-promovida-por-la-constitucion-del-80-hoy-nos-pasa-la-cuenta/
[4]Fundación Sol, en base a la Superintendencia de Pensiones, Septiembre 2019.