Columna de la Dra. Elba Soto, postdoctora en Lingüística (Universidade Estadual de Campinas/UNICAMP, Brasil) con foco en Análisis de Discurso, Doctora en Educación (UNICAMP) y Magister en Desarrollo Rural (Universidade Federal de Santa Maria, Brasil). Ingeniero Agrónomo en la Universidad de Chile, ha trabajado con comunidades campesinas y mapuche, además de investigadora y profesora universitaria.
¿Qué me diría, si le asegurara que para avanzar en interculturalidad primero deberíamos volver atrás y revisar sus significados?
Comprendo que mi pregunta puede parecer arrogante; que se podría entender como un desconocimiento o bien una desvalorización de los esfuerzos ya emprendidos buscando, teóricamente, avanzar hacia espacios interculturales. Sin embargo, como veremos aquí, en muchas ocasiones para superar el estancamiento y/o el fracaso de los procesos sociales –aquí, dígase, los procesos interculturales– deberíamos buscar cambiar el foco con que los planificamos y ejecutamos, para lo cual –en este caso– deberíamos revisar lo que entendemos por interculturalidad; es decir, re-visar el concepto; lo que implica volver a visarlo, volver a verlo, volver a significarlo y validarlo. Considerando que en este siglo XXI en ciernes, cuestiones validadas a fines del siglo XX –para muchos ciudadanos– comienzan a perder sentido.
La interculturalidad es y ha sido una cuestión permeada por infinitos procesos de interpretación (de quiénes somos, de quiénes son aquellos con los que interactuamos, de “nuestra” realidad, de quiénes definen el destino de las comunidades “beneficiadas” por infinidad de proyectos y programas sociales, de la historia, etc.). Por tanto, esa es “la cuestión” que debería haber sido y ser trabajada, que, insisto, debería haber estado y permanecer en el foco de observación. No obstante, contrariamente, hasta los días actuales prácticamente no ha tenido una discusión vital. Aun más, la trascendencia de los procesos de interpretación respecto a “nuestras” realidades y la forma en que éstas son intervenidas no aparece, ni parece ser relevante cuando se discuten procesos sociales como la interculturalidad y sus reales posibilidades de marcar una diferencia significativa.
Si recordamos la historia reciente, podemos sintetizarla diciendo que en Chile desde hace décadas estamos tratando de implementar procesos interculturales en las más diversas instituciones –podríamos decir, de manera persistente– donde lo más evidente han sido y son los procesos amparados y sustentados por programas y proyectos gubernamentales de los distintos gobiernos, especialmente lo que concierne a los espacios educativos.
Por otro lado, con la significativa inmigración extranjera de los últimos años, en la vida de prácticamente todos los ciudadanos que habitan este país, la cuestión de la convivencia intercultural se ha tornado cada día más visible y, concomitantemente, la convicción de chilenos y extranjeros de que tienen “algo que decir” frente a este asunto hoy en día parece incuestionable.
Sin embargo, en la lógica del “sentido común”, no parece necesario cuestionar el significado del concepto interculturalidad de manera profunda y tampoco la forma en que unos y otros entienden (es decir, significan) y ponen en práctica ese concepto. En general, lo que se evalúa son los procesos llamados interculturales, desde la óptica capitalista progresista, pero no los conceptos que sustentan esos procesos.
En ese contexto y a grandes rasgos, aquí interesa afirmar que en Chile “hemos importado la interculturalidad” de países del “primer mundo” sin comprender fehacientemente lo que eso significaba e intentamos seguir “los moldes” utilizados en esos países. Luego, al implementar “programas y proyectos interculturales” no nos preocupamos, efectivamente, de ver si esos esfuerzos han logrado y/o logran ser realmente exitosos marcando una diferencia significativa y, tan importante como lo anterior, no cuestionamos las “metas” de la “interculturalidad” que hemos intentado y continuamos intentando “poner en acción”.
En otras palabras, en el país se intenta repetir y repetir lo que parece “bueno”, porque viene de países “más desarrollados” que el nuestro, sin cuestionar si eso se adecúa a “nuestras” realidades que son distintas. Y, antes que eso, si esas lógicas, conceptos y programas que “importamos” son coherentes con las problemáticas que queremos solucionar y/o las cuestiones que queremos superar o emprender. Tampoco hemos verificado si los procesos desencadenados al poner en práctica conceptos como interculturalidad y los modelos y programas interculturales subsecuentes, en los países de origen han provocado algún cambio social significativo, que los diferencie efectivamente de programas sociales orientados a sujetos y/o grupos de personas pobres, carentes, con necesidades especiales u otro tipo de característica que los margine y/o excluya.
A partir de mis investigaciones sociales y de mi práctica profesional desarrollada con foco en la diversidad, puedo asegurar que la lógica verticalista antes enunciada, basada en interpretaciones hegemónicas de la realidad que aparecen como “verdades” incuestionables, se replican muchas veces de manera inconsciente. A manera de ejemplo, ha habido una cantidad notoria de megaproyectos dirigidos a comunidades indígenas, que teóricamente los han colocado como sujetos de sus procesos sociales y que contrariamente se han desarrollado imponiendo metas del sistema capitalista, plazos, metodologías y agentes externos, llegando a ofuscar la filosofía de esos pueblos y su pertenencia a antiguas tradiciones, lo que, finalmente, se ha plasmado en el fracaso de dichos proyectos.
Lo anterior evidencia la urgente necesidad de revisar, entre otras cosas, la forma en que comprendemos conceptos como diversidad y exclusión, lo que inevitablemente significa revisar la forma en que comprendemos la realidad social y la manera en que se establecen las relaciones sociales, no solo en este país, pues esas comprensiones se replican en infinidad de procesos sociales (importados y exportados) validados en el orbe.
Observando los escuálidos resultados y los fracasos de muchos proyectos y programas interculturales, me parece que deberíamos preguntarnos –entre otras cosas– qué falta, qué hemos hecho mal, qué no hemos hecho; y aceptar como válida la eterna crítica que podríamos resumir diciendo: “se gastan millones en programas y proyectos interculturales y los resultados son prácticamente nulos”. Es decir, las buenas intenciones y los ingentes esfuerzos (que no podemos ni queremos negar) realizados “a favor” de la interculturalidad no han conseguido cambiar significativamente la forma en que se establece la relación “entre” los distintos que con-forman este país y, en consecuencia, en función de dichos programas y proyectos no podemos pensar en verdaderos, en auténticos cambios sociales que nos puedan augurar una mejor convivencia y un desarrollo más equitativo en este país.
Respecto a los objetivos, ya esbozados anteriormente, que han movido la “interculturalidad” en los países del primer mundo y luego en nuestros países, de manera casi caricaturesca pero no por eso menos válida, podríamos decir que su gran apuesta ha sido la inclusión en la sociedad capitalista progresista de individuos pertenecientes a los grupos excluidos, llámense “indígenas”, “negros”, “pobres” y otros muchos grupos sociales que por “algún motivo” quedan al margen de los beneficios propalados por el sistema capitalista. Por ende, la meta y la actitud consecuente, no han diferido de aquella que sostiene que se ayuda al pobre dando una limosna. Eso, afirmo –después de dos décadas trabajando e investigando respecto a la diversidad social–, está lejos de ser interculturalidad. Pues, la verdadera interculturalidad no consiste en mantener las relaciones verticalistas de desigualdad que muchas veces se imponen de manera inconsciente, donde quien puede ayuda a quien no puede.
Una auténtica relación intercultural parte del reconocimiento de lo que muchos científicos sociales llamamos “otredad”, del reconocimiento del otro como un legítimo otro, igual pero diferente. Es decir, y para que quede más claro, alguien ni superior ni inferior; en términos sociales, un igual, inevitablemente distinto, porque no hay dos seres iguales. Aunque socialmente se nos enseñe a formar bloques y poner barreras, haciéndonos creer que dentro de nuestros grupos sociales somos todos iguales. Eso no pasa de una ilusión, que, evidentemente, colabora en la conducción social y en la mantención del status quo, muchas veces, creando falsas identidades.
Por tanto, de manera conclusiva, indico que hasta hoy la interculturalidad no logra mostrar resultados significativos o efectivos; frente a lo cual sostengo que este concepto hoy exige nuevos significados, lo que implica volver atrás y re-significar lo que entendemos por interculturalidad, colocando el foco en la forma en que comprendemos y significamos “nuestra” realidad.