En esta nueva columna para Planeta Sostenible, la Dra. Elba Soto, postdoctora en Lingüística (Universidade Estadual de Campinas/UNICAMP, Brasil) con foco en Análisis de Discurso, Doctora en Educación (UNICAMP) y Magister en Desarrollo Rural (Universidade Federal de Santa Maria, Brasil), se refiere al modo en el que, al parecer, las nuevas tecnologías de comunicación han afectado las bases del concepto.
Hoy en día somos silenciosa y efectivamente afectados por una verdadera revolución, una revolución provocada por los inmensos cambios tecnológicos que están remeciendo y transformando la forma de entender nuestras vidas y de relacionarnos. Así, vivimos en una época que se caracteriza por la novedad tecnológica y el descarte, cada vez más vertiginosos. Y aunque el avance tecnológico en estos días parece fantástico debido, entre otras cosas, a la velocidad logarítmica con que se nos entregan novedades y sorpresas hasta hace poco inimaginables; quién sabe, algo no está bien. Pues al parecer, el ingreso de todas esas tecnologías que hoy invaden nuestras vidas sin pedir permiso no está acompañado de estudios cuidadosos que pudieran prever la forma en que esas tecnologías nos afectan y sus posibles consecuencias, a nivel individual y social.
En esa óptica, es de sentido común decir que hoy podemos estar informados de lo que ocurre en todo el planeta sin movernos de nuestro lugar de residencia. Asimismo, cada día es más fácil contactarnos en segundos con personas que están a miles de kilómetros de distancia. Algo que puede ser considerado magnífico por quienes no nacieron en esta época, normal para aquellos que nacieron inmersos en este estilo de sociedad, abierta al mundo virtual. Algo que indudablemente está modificando la materialidad de nuestras vidas, afectando, en consecuencia, la forma en que vivimos y convivimos en el mundo “material”, donde estamos corporalmente. En palabras de Zigmunt Bauman, estamos inmersos en lo que él llamó la “Modernidad Líquida”. Una época que impone cambios radicales; en que nada permanece quieto, todo es rápido y no hay “enlaces”. Una época en que el comportamiento humano se asemeja al de los líquidos, que por su naturaleza atómica y molecular fluyen, no se estancan, no mantienen una forma definida.
Grosso modo, podríamos decir que hoy somos individuos encriptados en la internet, “encapsulados” en los celulares; su mundo virtual y su comunicación rápida; cada vez más ajenos al entorno “real”, aparentemente separados, inclusive, de nuestro sí mismo. Hay un uso excesivo de celulares e internet. Al respecto, desde la psicología se nos dice, entre otras cosas, que esa exageración en su uso deteriora nuestra relación con nosotros mismos, lo que provoca que inconscientemente tratemos de escapar de nuestro “real”, manteniendo un contacto permanente con el mundo virtual, lo que nos llena de información rápida, mayoritariamente superflua pero llena de “tonos de verdad”, una “brújula” para desenvolvernos “normalmente” en el mundo moderno y para tener “emociones rápidas”; emociones que, como indica Bauman, son las que en esta época prevalecen, ocupando el lugar de sentimientos perdurables.
Una época en que el uso excesivo de celulares e internet implica que se convive menos tiempo con otras personas, se experimenta más estrés y las personas se sienten más solitarias y deprimidas. Concomitantemente, se inhibe el desarrollo de la personalidad y se reduce la habilidad de las personas de comunicarse e interactuar socialmente. Siendo innegable nuestra necesidad de establecer comunicación con otros seres humanos. Sin embargo, a pesar de ese deterioro, el individuo moderno, consciente o inconscientemente, se va adecuando a lo que “demanda” “la tecnología”, la cual primero acepta y luego necesita; y por ende se torna imprescindible y siempre presente. Paradójicamente, hasta hace pocos años el discurso económico que domina repetía insistentemente que la producción de bienes y servicios se adecua a la demanda de las personas. No obstante, hoy sucede lo contrario, las personas son sometidas a la oferta de tecnologías y al descarte; bajo la premisa de la exclusión, como consecuencia de no adquirirlas y utilizarlas.
He ahí nuestros permanentes esfuerzos de adaptación, conscientes e inconscientes, frente a nuevas tecnológicas y comportamientos; esfuerzos imprescindibles para sobrevivir en una época llena de cuestionamientos, novedad y vértigo. Donde la comunicación se centra en el mundo virtual, desplazando otro tipo de prácticas, como puede ser la inter-acción con personas cercanas o diversas en el “plano real”; lo que termina deteriorando y en ocasiones rompiendo hasta los vínculos más cercanos; no ofreciendo condiciones para crear vínculos con personas más distantes o diferentes.
En ese panorama “líquido” que aquí apenas enunciamos, lleno de recovecos y de preguntas que todavía no tienen respuestas, qué decir de la interculturalidad. Pues bien, en la cultura hegemónica hay intersticios que eventualmente podemos visibilizar, aunque sea de manera fugaz, que muestran preocupación por el estilo de comunicación que hoy domina las relaciones sociales y se refleja en nuestro estilo de vida –contradictorio a nuestra propia naturaleza–. Es tiempo de escuchar esos discursos que nos alertan. También está la presencia de “sujetos otros” que anclan sus culturas en el vínculo, en la conversación, en la palabra pensada, en la pausa necesaria. Y aunque esos seres otros son parte de culturas que para muchos son remotas, ellos todavía están aquí, compartiendo su mirada y su sabiduría.
Siendo así, otro apelo viene de esas antiguas memorias. Es tiempo de devolver el derecho a la palabra a esos sujetos otros, para que nos ayuden a recordar lo que al parecer hemos olvidado; que el newen, la fuerza, el poder de la palabra está en la forma en que la compartimos, en que le damos significado. Por ejemplo, en el ritual de la conversación, en que la mirada es un gesto que significa, que da sentido y potencia nuestro yo, en estos días “líquidos”, aparentemente desintegrado.