“El propio concepto interculturalidad surgió porque este es un sistema donde la diferencia ha sido enfocada como problema y no como riqueza”, plantea en su nueva columna la Dra. Elba Soto, postdoctora en Lingüística (Universidade Estadual de Campinas/UNICAMP, Brasil) con foco en Análisis de Discurso, Doctora en Educación (UNICAMP) y Magister en Desarrollo Rural (Universidade Federal de Santa Maria, Brasil).
La idea de que debemos regir nuestras vidas particulares y sociales de acuerdo a lo que dice la “historia oficial” y a lo que determina la institucionalidad basada en esa “memoria” aún domina nuestros discursos y acciones y prevalece como hilo conductor de nuestras vidas, la mayoría de las veces sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello. A pesar de que hace ya bastante tiempo se ha comenzado a percibir que no existe solo una versión de la historia y que las leyes que nos rigen no necesariamente han sido creadas e implementadas para favorecer a la mayoría de los seres que pueblan este país y el planeta como un todo. De hecho, en algunos momentos, por ciertos casos escandalosos que en Chile han tocado a personajes y familias connotadas, se ha puesto en el tapete a la justicia y su teórica imparcialidad.
Por otro lado, a pesar de que se comienzan a escuchar nuevos discursos, que la verdad son antiguas voces descontentas –hasta ahora silenciadas– visibles por ejemplo en manifestaciones masivas donde se denuncian abusos de poder de larga data; es evidente que esas percepciones solo marcan el comienzo de un proceso largo y complejo, si lo que se busca es cambiar la forma en que se establecen las relaciones económicas, sociales e institucionales en nuestros países.
Pues el statu quo de “nuestra sociedad” no es otra cosa que la materialización de las cuotas de poder en las relaciones sociales. Por ende, las manifestaciones sociales son escasamente difundidas por la mayoría de los medios de comunicación; dado que cuestionan el modelo de sociedad globalizado, dejando entrever que “nuestro modelo de sociedad” se basa en un estilo de “sistema socioeconómico”, en que todo es una cuestión de poder. Ese es nuestro mundo; por ese motivo, hoy, pensar en repetir la “Hazaña de David contra Goliat” parece una utopía.
En síntesis, discursos “sueltos” que critican el sistema, por si solos son incapaces de desestabilizar la forma en que se nos enseña a interpretar lo que llamamos “nuestra realidad”; porque son discursos sin redes que los sustenten, los defiendan y los vehiculen; los empoderen para desencadenar significados nuevos y claros respecto a nuestro entorno, a nosotros mismos y a la forma en que comprendemos y nos relacionamos con ese entorno, con aquellos que percibimos como nuestros iguales y por supuesto con aquellos que calificamos como otros.
Precisamente esa es la cuestión, es arriesgado desentrañar miradas que podrían hacer tambalear este sistema tan bien organizado y tan bien defendido por aquellos que detentan el poder y disfrutan de las ventajas que ellos mismos establecieron. Por tanto, no debería sorprendernos que la filosofía y otras materias que se ocupan de la comprensión de la realidad y del ser humano tengan lugares marginales en los currículos escolares y por ende, el cuestionamiento de “nuestro modelo de sociedad” no aparezca como algo que nos interesa pensar.
Coloquemos un ejemplo: Desde “la economía” se afirma que es malo para el país que disminuya el consumo, pues eso detiene la economía y paraliza al país. ¿Cuál es la solución para ese problema? Obviamente, aumentar el consumo, para lo cual se debe estimular la productividad (y para eso, crear las condiciones para que los empresarios inviertan, etc.). Porque eso es lo que hace que la gente tenga trabajo y por ende recursos. ¿Para qué? Para comprar, por supuesto. Lo que no se hace al pensar en ese problema, entre otras cosas, es ampliar la mirada y cuestionar el consumo insaciable, el daño que el exceso de consumo provoca a los ecosistemas, la acumulación de basura que eso significa, la cantidad de energía desperdiciada, entre otros.
Pues esa forma de comprensión anquilosada que aun domina el pensamiento de la mayoría de las personas, esa forma antigua de comprender la realidad desde una mirada parcial con foco economicista, responde a un modelo mental que “se nos inculca” desde que nacemos y que por tanto adoptamos de manera inconsciente.
O sea, el paradigma que se nos inculca y que ha dado lugar a este estilo de sociedad, hoy globalizada, es una forma de pensamiento que finalmente se ha constituido como el molde necesario para instruirnos prácticamente sin discusión hacia la aceptación y repetición de una forma de vivir y convivir, que inconscientemente se nos enseña en el hogar, en la escuela, en el trabajo, en fin, en todo lugar, transformando casi toda nuestra vida en relaciones económicas, desde lo que comemos hasta con quien “nos juntamos”. En consecuencia, en estos días muchas y muchos intelectuales, cientistas sociales, políticos y millones de ciudadanos que ejercen las más disímiles funciones, concuerdan en que lo que se ha globalizado es el modus vivendi de la sociedad occidental, lo que me parece indudable.
No obstante, en términos generales, cuando se plantea esta cuestión no se realiza un análisis profundo de lo que esto significa específicamente en términos de comprensiones. Por ejemplo, ¿De quién o de quiénes es el modelo? ¿Por qué lo repetimos? ¿Tenemos posibilidades de no hacerlo? ¿Qué estamos repitiendo? ¿A quién favorece la repetición de este modelo?
El propio concepto interculturalidad surgió porque este es un sistema donde la diferencia ha sido enfocada como problema y no como riqueza. Sin embargo, aunque hablar de interculturalidad es “colocar el dedo en una de las llagas” del capitalismo, en estos días también augura novedad, pues desde que colocamos el foco en la diferencia y comenzamos a re-significarla, hablar de interculturalidad es también un camino para pensar en una sociedad distinta.